Delgado, moreno, de unos 18 20 años. El Chino,
no por chino ni achinado, llego a nuestras vidas cuando trabajaba en la
imprenta que quedaba a la vuelta del negocio. Un joven en riesgo social
tratando de escapar a su suerte y su destino. Después de algún tiempo notamos
que la rutina diaria cambió, ya no compraba el desayuno o parte del almuerzo,
tampoco la última compra del día antes de ir a casa. No tardamos en darnos
cuenta que habia perdido el trabajo y estaba viviendo en la calle, sus visitas
eran esporádicas y reflejaba la falta de hogar. No recuerdo verlo, borracho o
drogado, sin embargo era evidente su oficio. Lanza, carterista o algo así, no
creo que haya llegado a mayores al menos durante el tiempo que lo conocimos.
Tantas veces llegó con hambre a pedir un vaso de agua para engañar el estomago,
aunque él nunca lo dijo porque tenia una dignidad y humildad muy
especiales, que aun hoy, escribiendo
estas líneas, lloro, como tantas veces lo hice por él.
A veces mi esposo le regalaba una empanada que
muy humildemente recibía y se la llevaba, siempre me extrañó eso, no la comía
ahí, quizá la compartía con otra persona. Cuando tenia monedas, casi siempre
compraba una coca cola, un pancito y un sobre de mayonesa. Le gustaba muchísimo
el pan con mayonesa. Fue pasando el tiempo, nos cambiamos de Nataniel a San
Diego y el Chino siempre llegaba con nosotros, ya éramos la mami y el papi. Un
tiempo se perdió y cuando volvió, una enorme cicatriz atravesaba su cara, nos
contó que lo atropellaron y que la lata del para-golpes del auto había dejado
esa marca. Aunque tratamos de creerle siempre imaginamos que la verdad era
otra.
Se emparejó con una mujer que resultó ser la
mujer de un amigo, “basurita” y eso le trajo algunos problemas pero al final se
quedó con ella. Trabajaban juntos con el carretón de la mujer, juntando
cartones. Vivían en la calle como muchos otros, pero al fin el chino encontró
una familia. Después de algún tiempo ella quedó embarazada y él a pesar de
estar contento, ya tenía huellas muy profundas de crueldad. Castigaba
brutalmente a la mujer estando embarazada, él mismo nos contó, quizá era su
forma de liberar su conciencia. El bebé nació y lo tuvieron durante algún
tiempo, luego como en todos estos casos, los carabineros se lo llevaron a un
hogar de menores donde les permitían mantener el vínculo. Siempre lo visitaba y
se notaba que lo quería mucho, fue un varoncito y el Chino quería que mi marido
y yo lo adoptáramos. Siempre había estado la opción de adoptar por parte de mi
esposo, pero ese momento era para nosotros “dramático” en lo económico y solo
quedó en las intenciones de ambas partes. Este joven nos hizo vivir muchas
experiencias, fuertes como las ya relatadas, pero la que mas nos marcó fue en
una ocasión cuando no teníamos dinero ni siquiera para comer, había que vender
algo para poder ir a comprar algo para la olla. Y llegó el chino, que nunca
había pedido un centavo, a pedir $500 que era una suma insignificante para
cualquier persona. Para nosotros, el almuerzo.
Recuerdo que fue una decisión tan importante y tan dolorosa. Era decir
no, no tengo, no puedo... y abandonarlo en un momento de mucha necesidad. O
darle los $500 y no pensar. Comprendo hoy, que nadie entendería este dilema sin
vivirlo, parece demasiado simple, pero no lo fue. Finalmente el chino se fue
con sus $500 y nosotros quedamos con el pecho apretado por el dolor.
Después
de unos años, lo encontré en la calle, lo miré y no me vio o no me conoció. No
quise hablarle. No quise abrir las heridas, ni descubrir los nuevos tiempos.